martes, 10 de marzo de 2020

Para bailar no hace falta luz.


Para bailar, no hace falta luz.

Era jueves como a medio día y de la cocina salía el olor de una tortilla con cebollas, papas y queso blanco, que la mamá de Julio estaba haciendo a fuego lento.

-Buenos días mamá, bendición, como amaneciste?

-Dios te bendiga y te acompañe hijo, yo amanecí como siempre, trajinando un poco en la cocina, ya lavé la ropa y barrí la casa.

-¿Y ahora en donde vas a trabajar Julio? Le preguntó la mamá.

-La verdad es que no lo sé, pero estoy seguro que de tantas empresas que hay en Maracay, alguna me dará trabajo y ojalá que no sea tan lejos. Descansaré este fin de semana y el lunes por la mañana voy a salir temprano a buscar por Santa Rosa.

Después de almorzar con esa tortilla, que estaba bien sabrosa, Julio se acostó a descansar en el patio de la casa que era bastante fresco, porque había un lugar  bajo un techo que fue construido a la sombra de una mata de mango, que fue sembrada por su papá. En los mismos días que ocuparon la parcela que les asignaron en el 23 de Enero, para que construyeran su vivienda.

Estando en la cama, recordó la enfermedad que había tenido su papa, la que le  había dejado los pies hinchados y que según el médico que lo estaba atendiendo era por tener piedras en los riñones. A julio lo afectaba mucho el ver a su viejo sufriendo por no poder ir trabajar y por el dolor que sentía en la parte baja de su espalda.

Hacía como seis meses que el señor Gregorio, el papa de Julio, había comprado una parcela y una bodeguita, al señor Serapio, que no la podía atender todo el tiempo, porque era policía y tenía que cumplir con sus guardias. La venta de la parcela y el negocio fue acordada en Bs. 1.500,00.  El negocio era apenas un mostrador de maderas, dos tablas colgadas en la pared para colocar las mercancías, que no eran muchas, un peso colgado del techo y un pipote de metal, para enfriar con hielo los refrescos y las maltas. El barrio y el negocio estaban comenzando su historia juntos.  

Casi al frente de la bomba de gasolina de la calle Carabobo, en Santa Rosa, estaban ubicados los molinos de maíz de la familia Jiménez, y el señor Marcos que era el dueño, ese día estaba recostado de la pared del frente de su casa, sentado en una silla de cuero, tomando el fresco de la tarde.

-¿Para dónde va el señor Gregorio?, preguntó apenas verlo.

-Para acá mismo vengo señor Marcos.

-¿Y en que le puedo servir?

- Quiero ver si usted me presta unos 500 bolívares, para completar una plata que necesito para hacer un negocio.

- No hay problema señor Gregorio, dígale a su señora que venga esta tarde, para dárselos.

Y así fue como con los ahorros de Julio, guardados de su trabajo en los Telares de Maracay  y el préstamo del señor Marcos, como se compró la parcela y bodeguita de Serapio.

La mamá de Julio iba casi todos los días con Gilberto, su hijo menor, en autobús  al Mercado Principal de Maracay, el que está en la calle Santos Michelena, para comprar pequeñas cantidades de Maíz, Arroz, Pastas, Sobres de sopa, Aceite comestible, Sal, Tomates, Cebollas y cualquier otra cosa que se vender detallada en el negocio; donde también se vendían espirales para repeler los zancudos, mechas para las cocinas de querosén, mantequilla detallada, cigarros, tabacos, queso llanero y mortadela, que era picada con cuchillo en ruedas delgaditas.

Aún no habían puesto luz eléctrica en el barrio, en algunas zonas habían plantas de generación, que daban el servicio a 15º 20 casas, mientras tanto el alumbrado en las viviendas y en la bodeguita, se hacía con improvisadas lámparas de querosén que ahumaban las paredes. Los refrescos y las maltas se colocaban dentro de un pipote, sobre el cual se ponían panelas de  hielo, que Julio traía en una bicicleta de reparto desde la Planta Ganadera, en Santa Rosa.

Para ese entonces todas las calles eran de tierra y cuando llovía era peligroso caminar por ellas, más de uno tuvo que regresar a su casa cambiarse la ropa, por haber resbalado y caído en el barrial. El agua corría torrencialmente por las calles y  en varios sitios pasaba de una calle a otra por el medio de las casas. Una de esas parcelas por donde pasaba el agua de las lluvias era la que estaba exactamente  frente a la casa de Julio, en ella vivía la señora Margarita con Miguel su esposo, que trabajaba como enfermero en el Hospital Central de Maracay, ellos tenían tres hijos, dos hembras y un varón. Eran muy buenos vecinos y amigos de la mamá y el papá de Julio, por ser prácticamente los fundadores del barrio y ser los primeros que ocuparon las parcelas con sus respectivas familias.

Una de esas noches en que la lluvia, el viento, los relámpagos y los truenos, pronosticaban que la tormenta sería  fuerte, el agua de la calle se metió por el medio dela casa de la señora Margarita.
A pesar del ruido de la lluvia se escucharon voces que gritaban en la puerta de la casa. La mamá de Julio se asomó a la ventana y vio que era la señora Martina que estaba toda mojada, con una de sus hijas cargada, cubierta con una toalla.

-Pase adelante vecina, no se sigan mojando, vaya y acueste a la niña en aquel cuarto.

-Julio, póngase un impermeable y vaya a buscar a otra niña. Camine con cuidado y no se vaya a resbalar  con la niña cargada.

Cuando Julio se disponía a cruzar la calle, le pareció ver que en la puerta de la casa a donde tenía que ir, estaba otra mujer cargando un niño en sus brazos. Luego supo que era una hermana de la señora Margarita, que se había venido hacía poco para vivir con ella y seguir estudiando. Julio fue  a la casa y pasaron juntos el barrial de la calle, cada uno con un niño en sus brazos. 

Siéntense que les voy a preparar una manzanilla, para que no se vayan a enfermar, dijo la mamá de Julio.

Y Julio vio que la muchacha que no conocía, era una mujer como de 16 años, de bonito cuerpo, con un pelo castaño y ondulado que le caía sobre sus hombros y unos ojos negros que casi hablaban bajo la luz de las lámparas de querosén, mientras dejaba entrever una sonrisa que insinuaba algún misterio. 

La señora Margarita los presentó, su nombre era Carlota y estuvieron conversando  hasta que dejó de llover. Cuando se despidieron ella le dio la mano y le dijo hasta mañana. Y Julio la miró a los ojos y le dijo, hasta mañana Carlota. Se habían enamorado.

Ya había salido por tres días seguidos en la bicicleta, a ver si conseguía trabajo, estuvo parado por largo tiempo en las puertas de la Empacadora California, Envases Venezolanos y en la de Vasos Dixie, habló con los vigilantes, pero en todas a las que iba encontraba avisos que decían “Personal Completo” o “No hay Cargos Vacantes”.

Juan de Mata era dos años mayor que Julio, vivía en el mismo barrio y era uno de sus mejores amigos y se llamaban compadre uno al otro. Juan trabajaba como vaciador de cerámicas en la empresa Sanitarios Maracay. Un día se encontraron y Julio le contó lo difícil que se le estaba poniendo conseguir trabajo y ese mismo día fue cuando Juan le habló de Pedro Germán Anzola,  quien era vecino del barrio y  que también era el Secretario General del Sindicato de la Corrugadora de Cartón. En esa época era casi una norma que los sindicatos presentaran a los que aspiraban ser nuevos trabajadores a las empresas.

-Compadre, vamos a su casa esta noche; yo sé donde queda, él vive al pasar el puente de la cuarta avenida de Santa Rosa, vamos y hablamos con él, yo estoy seguro que si el señor Anzola te da una carta, consigues trabajo en Corrugadora. De todos modos yo voy a ver qué puedo hacer mañana en la fábrica.

La semana siguiente el señor Pedro Germán Anzola presentó a Julio en la Corrugadora, iban con una carta de recomendación del Sindicato, dirigida al jefe de Relaciones Industriales.

El señor Marchíani los recibió, era un hombre alto, que usaba lentes, su corte de pelo era muy bajito, bastante gordo y de carácter bonachón. Durante la conversación de ese día, les dijo que había sido oficial de la Guardia Nacional y que esta era la primera vez que trabajaba como jefe de Relaciones Industriales. Anzola se retiró de la oficina y Julio se quedó con el señor Marchíani.

-Y usted donde trabajó antes, yo lo veo muy muchacho, dijo para iniciar la entrevista.

-Yo vengo de trabajar como Pesador de Anilinas, por casi cuatro años, en el departamento de Tintorería de los Telares de Maracay.

-Cuénteme un poco de su familia, y de cómo era su trabajo, que horarios trabajaba, quien era su jefe y por qué salió usted de esa empresa tan buena.

Y Julio respondió con  seguridad todo lo que le estaban preguntando. Él quería quedarse trabajando en la Corrugadora, esa era su oportunidad y le entregó al señor Marchíani  una carta de recomendación que le había dado el ingeniero Wilkesman.

-Por su experiencia y por esta carta, aquí lo que tenemos vacante en este momento es un puesto como depositario del almacén de repuestos, si usted está de acuerdo lo voy a enganchar para que vaya aprendiendo y después se verá. Dígame si trajo el Certificado de Salud y su Cédula de identidad.

-Aquí los tiene.

-Le voy a sacar una copia a la recomendación que usted trajo y  le voy a mandar a hacer un examen con el médico de la empresa. Esto no se hacía antes, pero la cláusula 22 del Contrato Colectivo contempla que a los nuevos trabajadores se les haga un examen pre empleo. Y para la empresa es bueno poder detectar alguna hernia antes de contratar a una persona. Venga esta tarde a las 2.00 PM.

A Julio no le cabía el corazón en el pecho de la alegría que tenía por haber conseguido un trabajo. Mientras pedaleaba pensaba en todo lo que le iba a contar a su mamá y lo alegre que se pondría. Nada de recostarse, se bañaría, comería algo y de inmediato saldría de regreso. No podía llegar tarde a esa revisión médica.

El Doctor era un hombre como de 40 años, algo serio, de contextura delgada, y a Julio le pareció que era de origen llanero. La consulta se realizó sin ningún inconveniente y quedó apto para trabajar, ahora debería ir a la oficina a buscar el carnet con el número de su ficha, que portaría en el bolsillo de su camisa y que lo identificaba como empleado de la empresa.

El trabajo como depositario era de mucha responsabilidad, pero las tareas no eran difíciles, se concretaban en no permitir la entrada a ninguna persona al almacén, mantener en orden los materiales y repuestos y llevar un control riguroso de los inventarios. Ahora Julio sentía por primera vez en su vida la experiencia de trabajar, sentado detrás de un escritorio.

En la pared del fondo del almacén había una puerta de hierro que se cerraba y abría desde adentro, esa puerta daba acceso a un pequeño taller donde se hacían y reparaban los troqueles que se utilizaban para procesar las cajas de cartón. Un día en el segundo turno, Julio abrió la puerta y conoció al señor Antonio González a quien los compañeros llamaban “El Catire”, una persona que por esas casualidades de la vida vivía en el mismo barrio. Se hicieron buenos amigos y el Catire le fue enseñando algunas cosas de su oficio. Más de una vez estuvo Julio en ese taller de troqueles, viendo y preguntando, hasta que un día “El Catire Gonzales” le delegó algunas tareas sencillas de su oficio. Así la jornada de Julio se hacía más amena.

Los repuestos casi siempre eran solicitados por  la taquilla del almacén,  por los operadores de las maquinas o los mismos mecánicos. Algunas veces era el mismo Julio quien llevaba hasta el taller mecánico lo que le habían pedido por el teléfono y así fue como conoció al señor Teófilo Macías, un mecánico de primera, de los más antiguos de la empresa y que se había iniciado con el montaje de las primeras maquinarias y por eso era quien mejor conocía y reparaba sus fallas. Se hicieron buenos amigos y en los ratos que Julio podía, siempre iba a ayudarlo, para aprender algo nuevo. Teófilo no era egoísta, y a todo lo que Julio preguntaba le respondía.

Ya se comentaba entre los Supervisores la actitud y la personalidad de Julio como trabajador. Y varios querían que fuese asignado a su departamento. Y ese día llegó… El lunes, al entrar a la fábrica y después de marcar la tarjeta de control, el vigilante le dijo que debería pasar por la oficina del señor Marchíani. Julio se sorprendió, ya que no se imaginaba el motivo de esa llamada.

-Julio, le tengo una buena noticia, la Superintendencia de la empresa ha decido cambiarlo del almacén y por lo tanto usted pasa desde hoy a trabajar en la planta. Este cambio implica que usted pasará a ganar el salario de un operario de segunda, que es de 24 bolívares por día. Felicitaciones. Vaya a la planta y busque al señor  Hilario Díaz, quien será su supervisor, él le dirá lo que debe hacer. Recuerde que debe trabajar con cuidado, y evitar cualquier accidente en las máquinas y siga siendo un buen trabajador.

Ahora se le presentaba toda una nueva experiencia, los operarios eran hombres y las ayudantes mujeres, había los distintos ruidos de las máquinas, que estaban alineadas cerca unas de otras. No tenía amigos y los temas de conversación entre los trabajadores eran diferentes a los que Julio estaba acostumbrado. Pero se acostumbró y se integró rápidamente con sus compañeros y supervisores.
Más de una vez le solicitaron quedarse trabajando después de terminar el turno, porque algún operario había faltado y el ya conocía como  operar las cortadoras, la máquina de particiones, la máquina de parafina, las plegadoras, las engrapadoras y la de troquelar. En poco tiempo Julio ya era un operario integral, al que solamente le faltaba aprender a trabajar en las impresoras. Redoblar un turno es difícil, son 16 horas seguidas, pero ese sobretiempo era pagado con un recargo del 40% más el porcentaje del bono nocturno, si el redoble se hacía de noche. Y ese dinero extra le permitía ahorrar y seguir ayudando a su casa.

Los primeros tres años había trabajado bajo la supervisión de Andrés Godoy, Hilario Díaz, Francisco Madero, Antonio Riera y otros supervisores, sin ninguna queja.

Las calles del barrio comenzaron a ser niveladas, la  primera que quedó lista fue la Luisa Cáceres de Arismendi, que hoy se llama Avenida Principal y es la que atraviesa el barrio desde la autopista hasta la avenida Miranda. Se estaba viendo como el gobierno invertía en el empotramiento de las cloacas, venían poniendo los medidores para el agua, comenzaron a colocar los postes para la luz y a vaciar el concreto de las aceras en algunas de las calles. Ya no se veían tantas lámparas de querosén en las casas y se comenzaron a escuchar emisoras de radio y  televisión con noticias y música.

El señor Pedro era compadre del papá de Julio, había nacido en Charallave, en el estado Miranda y vivía al lado de la bodega con toda su familia. Ese sábado su hija Casilda cumpliría 15 años y por esta razón había invitado a los vecinos más cercanos a una fiestecita que sería amenizada con un arpista y un cantante de Joropo Tuyero.

-Compadre Gregorio, dígale a Julio que venga un rato esta noche, para que nos acompañe.

-Julio, ¿que vas a hacer esta tarde? preguntó su papá.

-Creo que saldré con Juan, a ver un programa de boxeo y lucha libre, que están promoviendo en el club “Los Halcones Negros”, que queda en la calle Colombia.

-La hija del compadre Pedro cumple hoy quince años y él quiere que vayas a una fiestecita a partir de las 7 de la noche hoy en su casa.

-Pero papá tú sabes que yo no tengo confianza con ellos, y si voy me aburriré. Yo prefiero ir a ver el boxeo y la lucha libre.

-Tu vez lo que haces, pero me dijo el compadre Pedro que también había invitado a Carlota, la hermana de la señora Martina.

Julio por algún motivo recordó el día en que su papa le pidió que lo ayudara a cortar un racimo de cambures que tenía en el patio, para colgarlo y ponerles carburo para que se maduraran. Y le dijo que tendrían que cortar la planta para que salieran nuevos hijos.

Julio esa noche se puso su mejor ropa y fue a la fiesta, aún no habían puesto la luz en la casa, pero las lámparas de querosén alumbraban bien el ambiente. El arpista, el maraquero y el cantante habían comenzado su actuación. Al fondo de la sala, estaba Carlota, se acercó a ella y la invitó a bailar un Joropo Tuyero. La muchacha estaba hermosa y tampoco sabía bailar esa música, pero poco a poco y sin pisarse, se fueron acoplando al ritmo de las maracas y el sonido acelerado del arpa. Fueron varias las veces que salieron a bailar y en una de ellas Julio le preguntó a Carlota si quería ser su novia y ella mirándole la cara, le dijo emocionada que sí. Esa noche mientras regresaban a sus casas se dieron su primer beso.

Se casaron 10 meses después de aquel baile, el matrimonio civil fue en la Prefectura Crespo, que está cerca de la plaza Girardot de Maracay y la boda eclesiástica se realizó en la iglesia del “23 de Enero” y fue conducida por el padre Juan José.

Su primer hijo nació el 5 de marzo de 1963, en el hospital de Seguro Social de Maracay.

Esta historia continúa…

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